PREGÓN 2010

D. Ramón Navarrete-Galiano, pregonero del I Pregón de nuestra Hermandad
y presentador del nuevo pregonero para el año 2010, D. Antonio Salinas.
En primer término D. Guillermo Méndez, bajo cuyo objetivo se refleja
gran parte de la historia de nuestra Semana Santa.

D. Antonio Salinas, autor del II Pregón de la Hermandad.
Parroquia de San Pedro Apóstol.
Almería.
II PREGÓN DE LA REAL Y MUY ILUSTRE HERMANDAD DEL SANTO SEPULCRO Y NUESTRA SEÑORA DE LOS DOLORES.
Muy ilustrísimo Señor Consiliario Don Esteban Belmonte, Hermano Mayor y Junta de Gobierno de la Hermandad del Santo Sepulcro y Nuestra Señora de los Dolores, dignas autoridades, Señor Presidente y Representantes de la Agrupación de Hermandades y Cofradías, Hermanos Mayores, Cofrades, Señoras y Señores.

Sean mis primeras palabras de agradecimiento al Hermano Mayor, por ofrecerme pregonar la Semana Santa en vuestra Hermandad.

Ante tan digno ofrecimiento, mi primer sentimiento fue de sorpresa y desconcierto, seguido de relativa inquietud ante la responsabilidad personal que sentía.
De una parte, por mi escasa experiencia en el muy difícil arte del pregón, y por otra, en mi deseo de estar a la altura de la confianza depositada en mi persona. Lo dudé, porque lo cómodo hubiera sido decir no. Reflexioné, pues soy hombre que he tratado de cumplir con mi deber en el mundo familiar, profesional, social… y acepté. Acepté con entusiasmo, conocedor del esfuerzo, sacrificio pero también satisfacción que para mí suponía tal decisión.

Tuve presente a mis padres, que junto a mi abuelo Antonio, fueron mis primeros catequistas; a la par de los sacerdotes de Pechina D. Manuel Rodríguez y D. José Guerrero en mis primeros años, y especialmente D. Fernando Berruezo, que a pesar de mi minoría de edad civil, empezó a tratarme como a un adulto en la fe y me ayudó a descubrir en mí, valores que han ido formando mi personalidad, durante toda su vida sacerdotal. Y en sus últimos años de vida, ya como ecónomo de la Diócesis de Almería, párroco de Santa Teresa y Consiliario de los Amigos de Tierra Santa, viviendo con él, y con D. Manuel Cuadrado, párroco de San Sebastián y D. Ginés García Beltrán, hoy Obispo de Guadix, mi primer e inolvidable viaje a Tierra Santa. Y cómo no, me encomendé a nuestra madre y Patrona, la Virgen del Mar, que me animó a decir sí y aquí estoy.

Soy nacido en Pechina, en el seno de una familia cristiana, donde me crié bajo el patronazgo y la devoción, inculcada por mis padres, a San Indalecio, uno de los siete Varones Apostólicos, mártir, primer Obispo y Patrón de esta Diócesis “URCITANA”.

Por ello, permitidme que comience leyendo el Himno a San Indalecio:

Gloria, Gloria al insigne patrono,
De este pueblo cristiano y sin par,
Mientras haya en Pechina un creyente
Tú tendrás en su pecho un altar.

Tú llegaste a esta tierra Urcitana
Con intrépido y arrojo valor
Y sembraste en la Urci pagana la
Semilla de Cristo y su amor.

Desde entonces aquí reina Cristo
Y su reino jamás tendrá fin
Lo sostiene la sangre de un mártir
Que aquí quiso por Cristo morir,

Es vano que silben los vientos
Es inútil que brame la mar
Mientras viva el amor a Indalecio
Nunca, nunca la fe acabará.

Amigos todos en el Señor, estos días de Cuaresma en la que nos encontramos, nos animan a preparar y meditar los últimos días de la vida de Jesús, los grandes misterios de nuestra redención: la Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo, los cuales conmemoramos cada año en la Semana Santa.

Para que estos Misterios de Fe calen hondo en nuestros corazones, es preciso que descubramos en la muerte redentora de Cristo el gran Amor que Dios nos tiene. Contemplar todo en su orden, sin saltarnos nada, pues el Verbo de Dios se encarnó para mostrarnos el camino del Cielo, y su vida terrenal es una lección divina que los cristianos debemos tener grabada en nuestra mente y en nuestro corazón, para que inspire todo nuestro caminar terreno. Ya dijo Santo Tomás de Aquino que "la Pasión de Cristo basta para servir de guía y modelo a toda nuestra vida".

Ahora bien, no pretendamos alcanzar la meta de la Resurrección, sin haber recorrido antes el camino que conduce a ella. No podremos participar de la Resurrección de Jesucristo, si no nos unimos a su Pasión y Muerte. Así, Jesús nos enseñó que "si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto".
La mejor vía para que la Semana Santa no pase de largo por nuestra vida sin dejar fruto, es imaginarnos a nosotros mismos presentes entre los espectadores que fueron testigos de esos momentos: Así:
- Ocupando un lugar entre los Apóstoles durante la Última Cena, cuando lava sus pies, nos da el mandamiento nuevo del amor, e instituye la Eucaristía.
- Acompañando al Señor en Getsemaní.
- En el Prendimiento.
- En la traición de Judas.
- Junto a Pedro, cuando niega al Señor.
Y nosotros mismos somos testigos
- Siguiendo el simulacro de proceso a Jesús.
- Entre la masa que exige la muerte del Hijo de Dios.
- En el Calvario, contemplándolo clavado en la Cruz.

- Viendo de cerca su agonía.
- Al pie de la Cruz, junto a la Virgen Dolorosa, contemplando el momento de su muerte.
Y nosotros mismos somos testigos
- Junto al soldado que le abre el costado con la lanza, brotando sangre y agua.
- Al lado de María, cuando bajan a Jesús de la Cruz y depositan su cuerpo llagado en brazos de su Madre.
- Próximo a José de Arimatea, cuando pide a Pilato el Cuerpo del Señor.
- Viendo a Nicodemo traer la mezcla de mirra y áloe.
- Dentro del pequeño grupo que lava el Cuerpo de Jesús.
Y nosotros mismos somos testigos
- Cuando lo perfuman.
- Cuando lo envuelven en un lienzo nuevo.
- Al depositarlo en el Sepulcro excavado en la roca, que no había sido utilizado para ningún otro cuerpo.
- Cuando cubren su cabeza con un sudario.
- Y el primer día de la semana, junto a María Magdalena, María la de Santiago y Salomé, cuando encuentran el sepulcro vacío y se les anuncia que Jesús no está ahí, que vive, que ha resucitado.

De una manera especial, seremos testigos y acompañaremos a nuestra Señora de los Dolores en su caminar sobre vuestras espaldas, procesionando por las calles de nuestra ciudad. Veremos en su rostro la expresión de dolor y angustia de la madre que va con su hijo en el sepulcro. Dolor que le acompañó desde que en Nazaret dijo Sí al proyecto que Dios le proponía. “Hágase en mí según tu Palabra”.
Dolor cuando con San José presentan a Jesús en el templo y el anciano Simeón profetiza: “He aquí este niño que está destinado para ser caída y resurgimiento de muchos en Israel; será signo de contradicción y una espada atravesará tu alma”. Al gozo por la gloria del niño que ha traído al mundo se sobrepone entonces en la madre la pena por el trágico fin profetizado, por esa muerte anunciada.

Dolor cuando un ángel se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y estate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”. Podemos imaginar la angustia y presura en la huída, tratando de que no se cumpliera la profecía de Simeón, al menos tan pronto, sin saber que el tiempo aún no había llegado.
Dolor cuando pierde a su hijo de 12 años en el viaje que anualmente hacían a Jerusalén por la fiesta de Pascua. Pasados los días al regresar ellos, el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres se dieran cuenta. Tres días trascurrieron hasta que lo encontraron en el templo en medio de los doctores. Su madre le dijo: “Hijo ¿Por qué has hecho esto? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados”. Él les contestó: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo ocuparme en los asuntos de mi Padre?”. Ellos no lo comprendieron y mientras se dirigían a Nazaret todos juntos, dice San Lucas que “su madre guardaba todas estas cosas en su corazón”. Tercera angustia de la madre por la pérdida del hijo, incrementada por la firmeza con la que este anuncia su voluntad de caminar hacia su destino.
Dolor por el juicio perverso del sanedrín que declara blasfemo a Jesús. Dolor de madre ante la injusticia y ante el sufrimiento de su hijo camino del sacrificio tras ser delatado, apresado, juzgado, condenado y escarnecido.
Dolor en la crucifixión y muerte. La Virgen estaba en pie junto a la cruz de Jesús, sola con Juan, María de Cleofás y María Magdalena; los demás discípulos, los seguidores y el pueblo que lo había clamado, habían desaparecido todos.
Dolor cuando Jesús es descendido de la cruz y colocado en brazos de su madre, ¡y una espada más atravesó el corazón de María!
Dice Juan de Cartagena, inspirado en Santa Brígida, que fue Ella, su Madre, María, quien le cerró los ojos, que fue Ella la que le quitó la corona de espinas y que tuvo tanto miedo de aumentarle las heridas al apartarla de su frente, que se hirió los dedos para que su sangre se mezclase con la de su hijo.
Luego lo recibió en su seno.
La fruta de nuestro Bien
Fue de tu llanto regada;
Refugio fueron y almohada
Tus rodillas de su sien.
Otra vez como en Belén
Tu falda cuna le hacía
Y sobre Él tu amor volvía
A las angustias primeras…
Señora: si tú quisieras
Contigo le lloraría.

María en silencio nos dará ejemplo de discípula fiel, atenta y disponible a la voluntad de Dios, que creyó, se fió y se dejó llevar sin comprender hasta el final, asumiendo el sufrimiento de tantas madres que sufren por sus hijos.
Hoy en día, como ayer y como será mañana, las madres siguen sufriendo por sus hijos y por ello debemos luchar más que nunca por realzar la importancia de la familia, célula viva de la sociedad, imprescindible Iglesia Doméstica. Ningún colectivo podrá dejarla sin valor, pues en la familia nace, se desarrolla y madura el amor que da sentido a nuestra vida; en ella recibimos la enseñanza humana y divina, que del mismo modo que la lengua materna, es imposible borrar. No fue, es, ni será tarea fácil esta de ser padres. No hay misión más importante que la de educar, fundamentalmente con el ejemplo sacrificado, desinteresado y constante.
Igualmente acompañaremos a Jesús muerto en el Santo Sepulcro, sellado durante tres días, a la espera de la promesa del Redentor de resucitar para quedarse con nosotros hasta el final de los tiempos. Es precisamente esa figura, el silencio y la oscuridad del sepulcro lo que recoge esta Hermandad la noche del Viernes Santo. Lento caminar por las calles con Jesús traspasado de muerte.

Estamos en la procesión.
Saetas, coplillas convertidas en oración que brotan del corazón compungido del artista, que con su voz potente transmite a todos los creyentes un sentimiento profundo que hace brotar lágrimas.
Flores, contagiadas del dolor de la madre Virgen, que contempla a su hijo yacente, son ofrecidas a las Claras.
Continúa el cortejo. El silencio cada vez se hace más profundo. Vuelve a brotar el sentimiento, nuevas saetas, parada en las Puras, entrega de flores impregnadas del olor de Cristo y del color de su sangre.

La noche va entrando y nos aproximamos a la estación de penitencia en la Catedral:
¡Señor!, que por nuestras culpas te entregaste en manos de tus verdugos para padecer los atroces tormentos de la Cruz, míranos propicio y por tu Santísima Muerte líbranos de caer en el pecado y concédenos la perseverancia final en tu gracia y amor.
Así te lo pedimos ante la imagen bendita de Tú Santísimo Cuerpo Yacente.

Finalmente regresamos a San Pedro, para exponer al Cristo ante el paso de la Soledad.
Ha finalizado el Santo Entierro de Jesús. Marcha fúnebre con el que termina la vida terrena de Dios Hecho Hombre. Broche de oro porque al tercer día se hace Cuerpo Glorioso y abre de par en par las puertas de la eternidad para todos los hombres.
Procesionaremos junto al Hijo de Dios muerto, y es necesario hacerlo desde la pureza de corazón y desde el camino de la resurrección. Consciente de que con ello estamos realizando una de las más maravillosas obras de misericordia: enterrar a los muertos. Obligación suprema que esta Hermandad viene cumpliendo desde hace casi un siglo…
¡Qué camino es el de la Resurrección! Entrega, renuncia, sacrificio, muerte, y finalmente, el triunfo, la resurrección, la vida eterna. “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan”.
Por tanto, con la alegría inmensa de la Resurrección, al lado de la Virgen María, celebremos con fe estos grandiosos acontecimientos del Señor uniéndonos a Él. Padeciendo con Él las contrariedades de nuestra vida. Muriendo con Él al pecado cada día. Y resucitando con alegría a la vida nueva que Jesús nos ofrece.
Es el momento de sacar propósitos bien concretos, que nos mantengan con fe, esperanza y caridad, en el camino de la vida.

Esto es lo que en el recorrido procesional acude a mi mente:
Hemos de buscar los medios que tenemos a nuestro alcance para vivir como Cristo Jesús y para Cristo Jesús.
- La guía clara es cumplir siempre la voluntad de Dios, no la nuestra. "Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya".
Nosotros le diremos al Señor: “Quiero lo que quieres; quiero porque quieres; quiero como lo quieres; quiero hasta que quieras”. Pues él nos dijo primero: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?

Y abandonarnos, por medio de la oración constante, en las manos de Dios que sabe más: "Tú esto no lo entiendes ahora; lo entenderás después", le dijo Jesús a Pedro.
- Rechazar los egoísmos, las quejas y los temores, desprendernos del barro mundano que impide seguir de cerca al Señor: “Por eso os digo: No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? ¿quién de vosotros puede, por más que se preocupe, añadir un solo codo a la medida de su vida? No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos? Que por todas esas cosas se afanan los gentiles; pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso.
Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura”.
Nos propondremos ser humildes en el servicio concreto, fundamentado en el amor, a los demás, como nos enseña Jesús en el lavatorio de pies a sus apóstoles; convivir de modo amable, comprensivo y acogedor; con caridad de pensamiento, de palabra y de obra; con cordialidad, con aprecio, con palabras de aliento, con la sonrisa habitual y con el buen humor; con pequeñas ayudas que pasan inadvertidas a todos, menos al Señor.
Y esta caridad, no sólo en los momentos importantes, sino ante todo en la vida ordinaria, en la vida corriente, en el día a día, pues ahí debemos cumplir el mandamiento nuevo que nos dio el Señor: "Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis los unos a los otros como yo os he amado, que os améis mutuamente. En esto conoce­rán todos que sois mis discípulos, si tenéis caridad unos para con otros".
San Pablo nos concreta este mandamiento principal:
“Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy. Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha. La caridad es paciente, es servicial; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no acaba nunca. Desaparecerán las profecías. Cesarán las lenguas. Desaparecerá la ciencia. Porque parcial es nuestra ciencia y parcial nuestra profecía. Cuando vendrá lo perfecto, desaparecerá lo parcial. Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido. Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad.

Por tanto, la caridad se diferencia de la sociabilidad natural, de la fraternidad que surge del vínculo de la sangre, de la compasión de la miseria ajena...
Sin embargo, la virtud teologal de la caridad no excluye estos amores legítimos de la tierra, sino que los asume y sobrenaturaliza, los purifica y los hace más profundos y firmes.
La caridad de los cristianos, de nosotros aquí reunidos, se expresa ordinariamente en las virtudes de la convivencia humana, en las muestras de educación y cortesía, que así quedan elevadas a un orden superior y definitivo.
Únicamente la caridad –amor a Dios, y amor al prójimo por amor a Dios– nos prepara y dispone para entender al Señor y lo que a Él se refiere, en la medida en que una criatura finita puede hacerlo. El que no ama no conoce a Dios -dice San Juan-, porque Dios es amor.
También la virtud de la esperanza queda estéril sin la caridad, «pues es imposible alcanzar aquello que no se ama»; y todas las obras son baldías sin la caridad, aun las más costosas y las que comportan sacrificios.

San Pablo, pues, nos señala las cualidades que adornan la caridad.
Nos dice, en primer lugar, que es paciente con los demás. Para hacer el bien se ha de saber primero soportar el mal, renunciando de antemano al enfado, al malhumor, al espíritu desabrido.
Una gran fortaleza demuestra la virtud de la paciencia. La caridad requiere de ordinario la paciencia necesaria para llevar serenamente los concretos defectos, los errores, las suspicacias, las equivocaciones, el mal genio, el mal carácter, de quienes tratamos. Esta virtud nos ayudará a valorar esos detalles con la trascendencia que en realidad tienen, sin agrandarlos; a esperar el momento oportuno, y siempre de modo constructivo y amable, si es preciso practicar la corrección fraterna; a entregar una buena contestación, que conseguirá en muchas ocasiones que nuestras palabras lleguen con beneficio al corazón de esas personas. La paciencia es una gran virtud para la convivencia. A través de ella tratamos de imitar a nuestro Padre Dios, paciente con tantas equivocaciones nuestras y siempre lento a la ira; procuramos también imitar a nuestro Señor Jesús, que, conociendo bien la malicia de los fariseos, condescendió con ellos para ganarlos, como los buenos médicos, que prodigan mejores remedios a los enfermos más graves.
La caridad está dispuesta a hacer el bien a todos, también a aquéllos que no nos tratan correctamente, también a aquéllos que nos van a criticar. La benignidad solo cabe en un corazón puro, grande y lleno de generosidad; lo mejor de nosotros, sin regateos, debemos ponerlo al servicio de los demás.
El amor no es envidioso, pues mientras la envidia se entristece del éxito, del bien ajeno, la caridad se alegra de ese mismo bien. Por envidia surgen innumerables faltas y pecados contra la caridad: la murmuración, la detracción, el gozo en lo adverso y la aflicción en lo próspero del prójimo. En muchas ocasiones, la envidia es el motivo de que se marchite y muera la amistad entre amigos y la fraternidad entre hermanos; es como un cáncer que acaba con la alegría, la convivencia y la paz. Santo Tomás de Aquino la llama «madre del odio».
La caridad no opera con soberbia, ni es jactanciosa. Muchas de las tentaciones contra ella se fundamentan en actitudes de soberbia hacia los demás, pues únicamente en la medida en que, con renuncia, nos olvidamos de nosotros mismos, nos negamos a nosotros mismos, podemos atender y preocuparnos del prójimo. Si falla la humildad, no brotará ninguna otra virtud, y de modo singular, no podrá nacer el amor. En muchas faltas de caridad han existido previamente otras de vanidad y orgullo, de egoísmo, de deseos de sobresalir. También de otros muchos modos se manifiesta la soberbia, que impide la caridad. El horizonte del orgulloso es terriblemente limitado: se agota en él mismo. El orgulloso no logra mirar más allá de su persona, de sus cualidades, de sus virtudes, de su talento, de su vida. En su horizonte no cabe Dios. Y en este panorama tan mezquino ni siquiera aparecen los demás: no hay sitio para ellos.
Para uno mismo, la caridad no pide nada. No es ambiciosa, no busca lo suyo; da sin calcular retribución alguna. Sabe que ama a Jesús en los demás, y esto le basta. No solo no es ambiciosa, con un deseo desmesurado de ganancia, sino que ni siquiera busca lo suyo: busca a Jesús.
El amor todo lo excusa, no toma en cuenta el mal, no guarda listas de agravios personales. No solo pedimos ayuda al Señor para excusar la posible paja en el ojo ajeno, si se diera, sino que nos debe pesar la viga en el propio, las muchas infidelidades a nuestro Dios.
La caridad todo lo cree, todo lo espera, todo lo sufre. Todo, sin exceptuar nada.
Lo que podemos dar es mucho y valioso: fe, alegría, un pequeño elogio, cariño... Nunca esperemos nada a cambio. No nos molestemos si no somos correspondidos: la caridad no busca lo suyo, lo que humanamente considerado parecería que se nos debe. No busquemos nada y habremos encontrado a Jesús.
El amor lo ponemos a prueba cada día, en todo momento. El amor no puede esperar a mañana. Porque a todas horas podemos socorrer una necesidad, tener una palabra amable, evitar una murmuración, dar una palabra de aliento, ceder el paso, interceder ante el Señor por alguien especialmente necesitado, dar un buen consejo, sonreír, ayudar a crear un clima más amable en nuestra familia o en el lugar de trabajo, disculpar, formular un juicio más benévolo, etc. Podemos hacer el bien u omitirlo; también, hacer positivamente daño a los demás, no solo por omisión. Y la caridad nos urge continuamente a ser activos en el amor con obras de servicio, con oración, y también con la penitencia.
Amor, a todos, sin excepción: “Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial.
Y amor, lo primero, sin excusas, sin demoras: “Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano "imbécil", será reo ante el Sanedrín; y el que le llame "renegado", será reo de la gehenna de fuego. Si pues al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda”.
Ahora bien, sin humildad, sin la gracia de Dios, sin los sacramentos, sin Jesús, nada podemos hacer: "Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no está unido a la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, da fruto abundante, pero sin mí nada podéis hacer".
Tenemos a Jesús mismo esperándonos en cada Misa: “Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo. En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él”.
En consecuencia, no dejemos que Jesús pase de largo por nuestras vidas esta Semana Santa. Jesucristo vive. Y esto nos colma de alegría el corazón. Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la Cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las Tinieblas, del dolor y de la angustia. En Él lo encontramos todo. Fuera de Él, nuestra vida queda vacía. "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por Mí".

Aprovechemos pues, las enseñanzas de la Semana Santa para que a partir del Domingo de Resurrección, y durante las 51 semanas venideras, todos nosotros, desde el Hermano Mayor hasta el hermano más joven, costaleros, y todo el pueblo fiel, tengamos un comportamiento práctico ejemplar haciendo realidad cada día el mensaje que Jesús nos transmitió muriendo y resucitando por nosotros para el perdón de nuestros pecados.
El mismo esfuerzo que nos ha supuesto, y la ilusión que ha brotado de la organización material de nuestra Semana Santa, la proyectemos hacia nuestros hermanos. No es tarea fácil de cumplir, y mucho menos en los tiempos de crisis general que nos está tocando vivir, con situaciones extremas, que en lo posible hemos de corregir con nuestra aportación individual. Pues, como bien sabéis, la fe que no va acompañada de obras es fe muerta.
Qué mejor ejemplo a seguir que el evangelio de San Mateo cuando nos dice:
“Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme.”
Entonces los justos le responderán: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?".
Y el Rey les dirá: “En verdad os digo que cuando hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis.”

Por tanto, tengamos presente que es obligación de todos los creyentes como mandato divino, AMAR A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS Y AL PRÓJIMO COMO A NOSOTROS MISMOS.
Impartamos pues esta enseñanza entre todos y especialmente a vosotros jóvenes comprometidos con Cristo, que os valga de guía en vuestras vidas y os sintáis en la obligación apostólica de ir transmitiéndolo a las generaciones venideras, hasta el fin de los siglos.
Pidamos a Dios, por la intercesión de la Santísima Virgen, que nos lleve a cada uno de la mano por el camino verdadero que conduce a la Vida.
HE DICHO.

D. Antonio Salinas.
Hno. Mayor de la Muy Antigua, Pontificia, Real e Ilustre Hermandad de la Santísima Virgen del Mar, Patrona de Almería.

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